Cada primero de mayo es un agridulce recordatorio de nuestra historia como proletarios y proletarias.
Este día resume todas las contradicciones tanto de la sociedad de la explotación mercantil, como de la lucha revolucionaria por la superación de ésta, es decir, por una sociedad que esté más allá de la explotación del trabajo y de producción de mercancías, lucha que sin embargo ha acabado muchas veces con su reforzamiento.
De esta manera, el movimiento obrero tradicional, y sobre todo bajo la conducción de la socialdemocracia, se enfrascó en la lucha contra un polo de la relación social capitalista, es decir, contra el capital personificado en la clase capitalista, en los patrones, enalteciendo su propia identidad de trabajador y postergando, u olvidando, la abolición de la relación capitalista como tal. De allí que durante el siglo XX todas las revoluciones -pese a la existencia de minorías revolucionarias críticas con el proceso- terminaran en la modernización capitalista de los “países atrasados” (Rusia, China, Cuba, etc.).
Desde el origen mismo del capitalismo, su desarrollo y consolidación ha debido sortear la tenaz resistencia de comunidades humanas que se negaban a alimentar con sus vidas el brutal ciclo de producción y acumulación de valor. El primero de mayo nos recuerda esto con claridad: tras la demanda aglutinante de fijar en 8 horas diarias la jornada laboral, se encontraba la necesidad concreta de trabajar menos (recordemos que las jornadas se extendían normalmente por 12 o más horas).
A pesar de los años transcurridos desde mayo de 1886, actualmente el capital en su constante reformulación sigue perpetuando la explotación de la actividad humana ya no mediante las extensas jornadas laborales de doce horas, sino que a partir de la introducción de diversas tecnologías que amplían el espacio y el tiempo del trabajo hasta nuestros hogares con el llamado teletrabajo. Además, la misma dinámica del trabajo, producto del desarrollo tecnológico en las diversas ramas productivas, crea una creciente masa de seres humanos “sobrantes”, expulsad@s de las esferas directamente vinculadas a los ciclos productivos, extremando la precarización que sufren millones de personas alrededor del globo, lo que solo se irá incrementando en el tiempo. Quien pretenda retroceder a los pasados años “dorados” del capitalismo keynesiano, y seguir enalteciendo la ideología del trabajo, está condenado irremediablemente al total fracaso.
Considerando el hecho de que nuestra clase produce con sus esfuerzos toda la riqueza de esta sociedad, la izquierda del capital ha levantado el mito de que el socialismo sería la mera toma de posesión de ésta, de los medios que la producen y de su repartición “más justa”. Es cierto: todo lo que se produce, crea y construye es obra del proletariado, o más bien de su explotación, de su actividad enajenada. Pero el mundo que construimos bajo la dirección ciega de la necesidad de acumulación de capital es cada vez más invivible, la inmensa riqueza producida por esta sociedad es miseria generalizada para la vida de millones de proletari@s. La crítica al capital es necesariamente una crítica a la forma en que se lleva a cabo la producción de mercancías, a la descomunal devastación que genera inevitablemente del entorno natural, a las condiciones cada vez más horribles de subsistencia a la que nos condena: que mejor ejemplo que la actual crisis sanitaria provocada por la pandemia del coronavirus, a la que solo puede responder llevando al extremo su sistema represivo.
Esta sociedad ha fomentado también, con su culto al trabajo y al productivismo, la acentuación de la jerarquización sexista y de la relegación de las mujeres al plano invisible del capital en donde desaparece al considerar como natural su rol e improductivas sus actividades, inclusos las asalariadas. Silenciando la centralidad que posee su explotación para la creación y subsistencia de la civilización capitalista. La relegación al llamado “trabajo doméstico” y/o de cuidados ha llevado a generaciones de mujeres a buscar la posibilidad de una relativa autonomía de la que gozan la mayoría de los varones en el acceso a diversos ámbitos sociales, políticos y económicos.
La situación de la mujer y la dominación patriarcal no son meros vestigios de antiguas y retrógradas sociedades patriarcales, sino el muy actual resultado lógico y necesario de la presente organización capitalista de nuestro mundo. No es a través de la incorporación de las mujeres en esferas tradicionalmente masculinas como se superan las relaciones patriarcales, sino en la abolición de estas instituciones y las relaciones sociales que las engendran, mediante una lucha que reconoce su especificidad, que no hipoteca sus posibilidades por cantos de sirena que prometen una liberación luego de una revolución mitificada, y que no se reduce a una -por lo demás imposible en las actuales condiciones- participación igualitaria en la administración del mundo existente, como pregonan hoy con más fuerza los aparatos políticos de diferentes colores, que ahora se jactan de tener sus propios brazos feministas, luego de años de silenciamiento y, muchas veces, complicidad y encubrimiento del abuso de mujeres.
Trabajo viene del latín tripalium, que era una herramienta romana con tres puntas que se utilizaba como instrumento de tortura para esclav@s y re@s.
Somos actor@s del mundo. Nuestro acto es también cambio en la naturaleza y con la naturaleza, lo que a veces se confunde con la idea de que el ser humano, al modificar su realidad para sobrevivir, está “trabajando”. El trabajo asalariado, el trabajo que intercambiamos por un salario, es nuestro tripalium. Por eso defendemos nuestra vida frente al trabajo y todo lo que podamos arrancar lo arrancaremos de cuajo, cada mejora que podamos tomar la tomaremos sin dudar, pero también apuntamos a un horizonte llamado comunismo. Este horizonte no contempla el trabajo asalariado, contempla la acción en el mundo sin mediaciones, es decir, la distribución directa de los bienes sin la intervención del dinero, los salarios u otros mecanismos.
Hoy el carácter indispensable del trabajo, de nuestra explotación, para mantener las ganancias de la clase capitalista, se hace mucho más evidente con las medidas represivas y de control social que llevan a cabo todos los Estados en nombre de la crisis sanitaria, donde nos prohíben toda actividad comunitaria que no esté directamente vinculada con la producción y el consumo. Así, las actividades que conllevan mayor riesgo de contagio y expansión del virus, como el transporte hacinado, las condiciones inadecuadas en los lugares de trabajo y los grandes centros comerciales, siguen en funcionamiento, mientras reprimen brutalmente lo que se salga de esos estrechos márgenes. Esta realidad ya no podemos soportarla más.